7 nov 2019

El rebaño del pastor


Cuando me contaron el cuento de la buena pipa por primera vez fumé el verdín y empezó el pastereo ético del gaucho bioerrante. Por el rumen de otras rumiaciones de vaca muerta, por aquella solitaria “Holando-Argentina-Cubana” que dejó de amamantar a su ternero manso cuando empezó a dar leche cortada por la culpa de las malas hierbas, pasturas duras y tierras infértiles del sur. Murió sin saber que alguien un día le silbó del norte al centro de zoonosis que le chiflen a las autoridades de SENASA para que sepan que esa teta no daba más y que estaba jodida y agrietada. Nadie dio la orden de castrar a la bestia enferma, no se hizo nada, se dejó así, que la naturaleza siga su curso sin tetear. Desde ahí y para siempre todo aquello se hizo polvo blanco para vender primero de a gramos, después de a kilo; el llamado a la atención al cliente era para dar aviso y que comuniquen como se repartían las toneladas de dolor en las latas de Nido con veneno para ratas serenísimamente. Había que pasar la prueba de la pureza del ANMAT, pero por tener la vaca atada se hizo lo que se tenía que hacer desde el departamento de asuntos rurales, cortar con la dulzura tanática de Milka, pintar de violeta el pelaje, amorronar con chocolate y teñirla para alimentar a los pobres negros desnutridos que a falta de Nesquik, se les daba con distintas marcas mierda picada pero así y todo no la podían terminar, ni vender al público, ni como cacao. La gente ya desconfiada por la ausencia del color había llamado la atención de los pequeños consumidores hace muchos años cuando de la mente en blanco, no pintaba sino una sola idea, dejándolos perplejos a los pendientes que esperaban que vuelva a llover así para que crezcan las buenas pasturas y el borrego pueda pastar tranquilo y rumiar la muerte de su madre. Por esa gran cantidad de nada, se hace genética, para que un cuatrero se lleve la ubre. Manchó la impecabilidad de la tela, la cortó y después estiró la sábana para ingresar en UTI a las canas. Sin preguntar si el mate cocido o el matambre estaban suturados por la misma aguja o con hilo de distinto color, por otra costurera, zapateros remendones, por otros cirujanos. Estaba frío. Se cansó de gritarle al vacío para retumbar y escuchar lo que el mismo decía. Eso de saber escuchar era para él otro arte, que olvidaba reparar, pero había que pegarle un buen tirón de orejas hasta que se le pongan coloradas y se sonroje quien se burló con otra voz, más grave, profunda, ronca y rasposa. Zumbaron varios mangangás y moscas que jodían con su insoportable bzz…bzz… y caían muertas en la sopa para no pagar la cuenta del SEDRONAR, “un negocio tan pequeño y simple como vos…".