24 jul 2016

Himen o la catequista

Empezamos a ver que los seres queridos desaparecen cuando uno más los necesita. Estamos en una guerra a favor de quien se declara contra sí mismo por una pasión malsana, un masoquismo letal y una vida peligrosa incitada por el surrealismo y el desprecio por todo lo que la sociedad exige. Para defendernos del mal del mundo, creemos que existe el amor, y si no hay whisky o un buen geniol, es que de verdad no hay nada más para dar que un cuerpo exhausto, enfermo y cansado. Así de egoístas somos, soñamos con camas en la calle para apretar en la esquina y mear contra la pared; buscamos laburo a la mañana porque queremos trabajar para que ellas no se rompan el orto y bancarle la joda a las putas. Entonces, los hijos de puta seguimos masticándole el pellejo de la yema de los dedos al guitarrista prodigio, que se lava las manos con el jaboncito de tocador del telo, para no tener ideas de contaminación por los gérmenes del baño. Seamos más humanos y dejemos al universo intacto, tal cual está, y saquémonos de las cabeza la idea de cambiar el mundo. Todo es como debe ser. La pobreza, el hambre, el crimen, la violencia, el suicidio, la enfermedad, son más viejas que la injusticia y no hay Dios que pueda salvar a la humanidad con todas sus miserias. Felices serán aquellos que vivan para darle una mano a los que siempre la tienen extendida para pedir ayuda.

18 jul 2016

Himen o las escondidas

Himen, era puesta en tela de juicio porque por el arrabal amargo donde solía andar dando vida, ya nadie sabía nada de ella. El poeta la extrañaba tanto como a su propia vida, sentía que se diluía, se desmembraba, desaparecía como por arte de una ilusión óptica agravada por la ceguera que aqueja a los borgeanos. Ya no pintaba de colores su pincel, todo era gris topo, oscuro y frío. A las luces que se filtraban escurridizas por los intersticios de las ventanas, las persianas bajas hasta el tope le denegaban el acceso; la gran muralla ocultaba los haces de la mañana y las cortinas no permitían que penetrase en las habitaciones el aura luminiscente que antaño los alumbraba. Las sombras y las tinieblas lo habían cubierto todo. Se avecinaba una terrible y macabra soledad, negra y fiera, como la muerte. La pobre gente se quejaba de los aumentos de la luz y el gas, el agua y el pan. El precio de las cosas estaba por las nubes y los que antes viajaban en avión ahora viajarían en tren. La realidad era tan precaria como podía ser. Eran tiempos de austeridad, angustia y hambruna. Si se escuchaba algún tango por ahí cada 2x4, no era una remembranza feliz, sino melancólica, apenada y mendiga. Añorar tiempos mejores sumía más en lo profundo del barro los corazones de las almas atormentadas que transitaban lentamente por las calles, encerradas en cuerpos ateridos. Sentían dolor por el color perdido, y sumidos cada vez más en la tristeza se sumergían en una profunda depresión. No había más remedio, la tortura era inevitable. Los psicoanalistas ya no interpretaban sueños, a duras penas percibían las pesadillas de vuelos fugaces de enfermos que acariciaban el suicidio como única salida. Ya sin esperanzas, agotadas las fuerzas y lastimados los cuerpos, descendieron al abismo y en silencio se durmieron con los ojos abiertos a esperar que pase lo peor. Faltaba mucho para la llegada de la bella estación.

14 jul 2016

Himen o los arlequines

Himen, la vieja bailarina absurda de los circos del conurbano, ya en las alturas la equilibrista caminaba sobre la cuerda floja, sin arnés de prueba, ni red de contención que amortiguara su caída. Todo el público presente con la mirada enfocada en sus pies escuchaba el "ptrrr" de los redobles característicos de ese membranófono instrumento. Ella llegó a los 15 metros y trastabilló a propósito para aumentar la tensión de los espectadores que al unísono asombrados exclamaron un "ah" prolongado.  Los 20 restantes los cruzó corriendo grácil y liviana. La ovación fue con aplausos, gritos y chiflidos típicos de la escena circense y sus clisés. Todo esto pasó en el sueño del poeta que se había quedado dormido con el televisor encendido viendo un video del Cirque Du Soleil. Al despertar se sintió digno de quedarse tirado en su cama interpretando los elementos del sueño. Analizó aquella epifanía como un regalo de la diosa, se dio por bendecido al saborear esa probada que había recibido en sueños. No necesitaba contárselo a su psicoanalista. Himen, la domadora de leones, era su deseo más preciado. No sé por qué causa, razón, motivo o circunstancia se levantó y se acodó así como estaba en el alfeizar de la ventana. Vio pasar una flaca blonda con un caniche toy blanco algodón con un pom-pom en la cola por la calle y pensó si ese perro hubiera sido capaz de cruzar de un salto el aro de fuego; lo más probable hubiera sido que no, ya que ese perrito faldero era una criatura indefensa que se aprovechaba de la sobreprotección de su ama y gozaba de la defensa de la sociedad protectora de animales, por no ser de pedigree. El poeta que creía en los mitos evocó al cancerbero porque en sus estados de inconsciencia los perros de la calle lo seguían y se reían de él. En cierta ocasión llegó a su casa con un lebrel, otra con un rottweiler, otra con un labrador de aguas, pero nunca se los quedó ni pidió recompensa. Los devolvía a sus criadores sin criadero, razón por la cual nadie nunca jamás osó tratarlo de secuestrador de mascotas. Cuando el era un animal, la bestia lo respetaba porque era reducida a su condición de inferior, sino sucedía todo lo contrario. Estos juegos eran un claro síntoma de un duelo patológico. La muerte de Newton. Desde que perdió a su último perro anduvo por criaderos sin concretar una compra. Quería un gran danés arlequín, para nombrarlo Bruto, pero nadie quería hacerse cargo de tamaño perro en caso de que el dueño tuviera que ausentarse. El jardín de la casa de su madre era el lugar perfecto, así que decidió que para navidad se regalaría uno y juraría dejar la bebida con tal de que le dejen recoger la mierda de ese perro con sus propias manos. Así la paranoia cesaría y la amistad sería restablecida como versa el viejo adagio. Himen, la perro preñada, desaprobaba por completo este real capricho. Ella no quería un perro, sino dos, un macho y una hembra, que sean hermanos de una misma madre o al menos de un mismo padre. Perros de buena genética probarían que el incesto no es más que un tabú y que la monstruosidad supuesta de la reproducción endogámica, es puro cuento de vieja chismosa. El poeta lo sabía y respetaba su designio. Había que comprar una pareja de perros de raza del mismo stud pero de distinta camada. Del caso no se habló más. Así y solo así, Himen, celebraría en incestuoso himeneo, la formación de una pareja.

Himen o la súplica

Himen te imploro, ten piedad de mi y aceptes estos versos en tu divina gracia, sin odio.

Grácil y ligera, eras por tus bellas y lerdas putañías.
Iridiscente y pálida, por tus ojos de porcelana fría.
Maravillosa y misteriosa, por tu aroma invernal.
Encantadora y depravada, por tu mortífero sexo.

El poeta no dejaba de invocarla para presentificarla en lo real de su escencia.
El hombre no la llamaba, se limitaba a buscarla como un cazador al asecho.
El animal no la nombraba, solo podía maullar haciendo alarde de su fuerza.
El alma vagarosa se desprendía de todo bien material para preservar su recuerdo.
El filósofo pensaba en ella y su naturaleza divina. La metafísica no le alcanzaba.
El religioso oraba y rogaba a Dios y a todos los santos para que se apiadara de ella.
El ginecólogo no había visto algo tan perfecto, sano e higiénico como aquella vulva.
El abogado no tenía derecho para incriminarla. Solo defendía su causa ante la justicia.
El psiquiatrónico le recetaba los fármacos archivados bajo lista IV para drogarla.
El diseñador confeccionaba los atuendos más creativos y atrevidos de la moda europea.
El arquitecto le había construido un palacio y una fuente de cristal en un patio de prisión.
El millonario había dejado todo testado a su nombre para que al fenecer ella sea millonaria.
El orfebre judío le regalaba las alhajas más costosas hechas con sus diamantes más caros.
El artesano moldeaba vasijas y cántaros para que siempre pudiera juntar agua de lluvia.
El taxidermista embalsamaba los animales más exóticos en peligro de extinción para ella.
El compositor componía una sonata por día para despertarla de su sueño profundo y eterno.
El músico ejecutaba las piezas más bellas para inducirla al sueño y protegerla de las pesadillas.
El adivino le auguraba buenas nuevas y la pitonisa aseveraba y asentía dándole fe a sus noticias.
El actor la divertía representando obras que el dramaturgo dirigía exclusivamente para su alegría.
El maestro de danza la ejercitaba en los pasos más delicados y sublimes de los bailes de salón.
El tanguero le enseñaba a sentir el tango del barrio reo acompañado de su guitarra y su fuelle.
El mundo entero se abría ante sus pies y en todas partes se hablaba de ella, de Himen, la Diosa.

8 jul 2016

Himen o la iletrada

Su manera de hacer las cosas era muy distinta a su forma de ser. Por ende, no existía. Tan peculiar y a la vez tan distinta se igualaba con lo mismo de siempre. Se preguntaba dónde estaban los poetas hasta el cansancio. Largas noches de insomnio pasaban, todos se daban cuenta que el poeta no lo sabía. Así reían los demás, mientras tanto alguien se moría sin una respuesta razonable. Las palabras escaseaban, las frases hechas abundaban, las oraciones no alcanzaban a Dios y las plegarias quedaban encerradas en la bóveda de la capilla, incapaces de elevarse a la bóveda celestial más allá del éter. Esas cosas de la vida lo llevaban todos los días a hacer lo mismo, como un ritual sin un entierro, en una caravana directo a la funeraria por la vía regia que da al infinito. El carnaval y las fiestas se habían vuelto mascaradas de ferias; los recitales en grandes estadios, se habían transformado en bailongos y pachangas de clubes de barrio. No solo por la falta de vento, sino por la falta de cultura. Nadie leía porque nadie escribía. Nadie decía nada porque nadie escuchaba. Y nadie era nada, por una convención momentánea, el poeta hacia la excepción para decirle al mundo algo importante. Ante el universo detenido y el sol paralizado, el curso de la tierra se interrumpió para que en el cosmos quedara perdida su buena estrella.

7 jul 2016

Himen o la letrada

Himen, la de la palabra justa, era una poetiza parnasiana, tejido blando textual de texturas, salmodia melismática, caligrafía perfecta de grafóloga. Lago de logos, canto de sirena y música de ballena franca. Era una mañana clara cuando el perito salía airoso de Tribunales después de haber entregado un informe psicológico de uno de los tantos casos en los que se lo había designado de oficio como auxiliar del Juez. Tapado con un sobretodo Yves-Saint-Laurent color camel, cruzaba la calle, de súbito la ve sentada en un banco de plaza con una béret francesa y un par de anteojos negros de Carey; se dijo para sí, nada es casualidad. Himen, la causa penal sin consecuencias, estaba durísima esperándolo, firme como rulo de estatua; así que para virilizar su vigor se erigió respirando hondo cual Homo Erectus, dispuesto a bailar la danza de los machos cabríos. Sintió por un instante en ese mismo momento que era el cazador y no la presa sexual. ¿Por qué no atacar primero? Ni siquiera lo dudó y fue directamente a hablar con ella sin hacer amagues. Al llegar hasta ahí se sentó a su lado, y no le dijo nada más que un lacónico, áspero y seco: Hola. Y ella con cierto esfuerzo nasal y con la voz gastada le preguntó: ¿No me vas a dar un beso? Él la besó y acto seguido fueron personajes de una película sordomuda. Ellos tenían prohibido deambular por las calles de la ciudad juntos para evitar el consumo ostentoso del que fueron injustamente acusados. La folié a deux y su dependencia los hizo juntarse todos los días a escondidas de la policía. La ley soplaba para extinguir la llama que Prometeo le había robado a los dioses del Olimpo. No podían renunciar al derecho a amar. Himen, la procesada por violencia de género, prostituta, Diosa y atorranta, jamás acataba órdenes de nadie, era una anarquista antisocial. Militaba en una agrupación de zurditos trostkos enarbolando la bandera del orgullo gay encabezando la marcha, cantando en una procesión infinita por las avenidas más grandes de la capital. Era curioso y paradójico a la vez. Himen, la psicobolche anarcomunista, siempre cuestionaba la ley.

5 jul 2016

Himen o la normal

Himen, la divinidad en carne propia, había desaparecido de la faz de la tierra. No se dejaba ver, ni oír, ni oler, ni tocar. Por más que el poeta estimulara su sexto sentido ella no aparecía; ya estupefacto por donde solía manifestarse su imagen divina en cuerpo y alma, él embriagado la buscaba, en esa búsqueda de viajero incansable encontraba rasgos particulares por separado, excepcionalmente dentro de atoradas multitudes, en la mescolanza promiscua de razas por las crueles ciudades por donde la ebriedad lo llevara. Solo llegaba a sentir su presencia en hipnagógicas e hipnopómpicas visiones, que cualquier voyeur escopofílico experimenta a diario cuando se le abre el apetito de ver sin ser visto. El psicótico en su locura inducida por sustancias, la midriasis o el insomnio, la perseguía siempre con la idea fija de encontrarla en todos lados. Ella lo llevaba al borde del paroxismo de la inconsciencia mediante el exterminio de su consciencia y la supresión de sus sentidos. A la abstinencia o al sueño eterno.

Himen, la hybris del Olimpo o Ate en la tierra, no se apiadaba de nadie por el agrado de la humanidad; el sujeto no era digno de su amor excesivo en lo más mínimo, sino el simple objeto de tortura cual fetiche de un juego patológico y macabro para filosofistas que padecen de sobrevuelo. Mientras menos compasión sentía por el vil mortal, más se entretenía en sus malditos pasatiempos. El arrobado amanuense iba perdiendo día a día la esperanza, noche a noche la fe, así se le iban las ganas de vivir. Le daba ínfimos indicios para mantenerlo entre el tema y la trama, pasándole señas con sus ojos de piedra que lo miraban fijamente, cuando él esquivo, la tenía perdida en la nada. Una tarde de invierno contemplo el atardecer y observó un paisaje de bronce, todo sepia y oro hecho de un sol gastado como moneda de 5 centavos de peso que se depositaba en la alcancía de Dios. Las riquezas de Febo Apolo eran un tesoro que no valía nada.

Himen, la buscavidas afortunada, tenía a su nombre las opulencias. Sus gastos no eran excéntricos, nada de vestidos de seda, ningún bien terrenal que acopiar, jamás lo necesario, sino que eran para ser mecenas y comprar arte, arte, arte y más arte. Esculturas esculpidas en el más fino mármol cincelado a marfil por los virtuosos que ascendieron hasta sus pies. Arpas hechas por orfebres en lutherias de los cielos que abovedan los bosques australes, de las que sonaban angelicales melodías arpegiadas por los serafines hijos de Nerón.

Himen, la música de las esferas entre sus manos, gustaba de Beethoven, Liszt, Chopin, Debussy, Satie, pero más le gustaba tanguear misas calientes apiazzolladas, vestida de luto por las tanguerías de Buenos Aires, donde le sacaba viruta al piso, bailando tan maríamente en su lunfardaria existencia de nochetera enwhiskada amanecida en un feca, con gardelitos que amaban hablar con ella.

Himen, la enfermera del alma, reencarnaba en el cuerpo de la enfermera que enfermó cuando el doctor dijo: "me caso con mi caso". Era una psicoanalista surrealista laureada, ni freudiana, ni kleiniana, ni lacaniana, ella era lo que Era, en su nueva escuela no había pensadores, sino analistas alanizados. No interpretaba los sueños, los inducía. No hipnotizaba, ni sugestionaba, ni aconsejaba, ni mucho menos le permitía a su paciente que asocie libremente. Intervenía operando quirúrgicamente en el inconsciente sin anestesia. Había sido autorizada por Dios.

Himen o el amor de transferencia de las historias de incestuosos himeneos, trata sobre la transmisión del saber no sabido sobre los inanalizables inhalanizados, ya no a martillazos sino sacando clavos terapéuticos de los ataúdes de caoba enterrados en el cementerio club de las pasiones.

1 jul 2016

Himen o el beso de la mujer araña

El sabor del saber no es ni dulce ni amargo, el bitter de Angostura de mi gin tonic, lo sauer de esas cítricas confituras del artista lisérgico baudeleriano; acidez gástrica sin pastillones de milanta teñidas de los colores del tártaro, que no dejan sino una mezcla rara de combinados sabores infinitamente complejos para el paladar quemado, que a esta altura no distingue entre el whisky y la birra caliente sin gas; que desde ya no recuerda esa forma tan particular de gustar, que por cierto, dicho sea de paso, no se localiza en ninguna parte de la lengua si no sirve a un lenguaje de esta glosa macroglósica de semióticos que nos dejan boquiabiertos en muchas clases de lingüística. Las papilas que perciben los restos del papiloma humano, porque alguien se los ha lastrado de un lengüetazo de la boquita pintada que tiene la mujer araña, de belfos labios vaginales, una tejedora con delirium tremens que me llama como diciéndome: “Átropos te atrapó cual mosca en su extensa red”. Por el valor de la tela que se hace con su seda, me dije que la viuda negra no es sino una suprema personalidad con la sangre de otro Dios, mi heroína será llamada, Himen. Una parca con el nombre de un hombre que se cargó tu onomástica formación al hombro. Himen, la parca que vive en un telar contando  las horas que no dan las agujas, mientras el amor se escapa por el ojo por donde el hilo delgado debería pasar con un poco de baba. La mueca siempre rígida no es la mejor cara de la velocidad, pero cuando el mundo se lentifica y el ritmo baja a tiempo de vals, es mejor bailar al compás de la música de las esferas. Multiplicar se fue con dividir cuando la adición restaba sumas cuantiosas. En la boca lloran los pungas que tienen hambre de ser. La introyección no es otra cosa que incorporar imagos, mientras que el beso azul es una libación que devora el alma. La tristeza es el único estado que hace posible el cambio de carácter, esa escritura corporal a base de filosofía y letras, que modifica la conducta. La personalidad de las personas es invariable, no se puede decir que es dinámica, sino dialéctica. La quietud del alma ante catastróficas alteraciones se manifiesta siempre impávida. Es preciso vivir para poder sentir que la humanidad muere deseando eternizarse. La inmortalidad siempre ominosa, se nos viene a espiar por un ojo de buey que da a nuestro camarote, en nuestro velero que navega en altamar. Tu navío ya no tiene tripulación, ni velas, siquiera un timón. Capitanear hombres vestidos de marineritos, sin una pata de palo, un ojo de vidrio y un loro, es salir de regatas.