8 jul 2016

Himen o la iletrada

Su manera de hacer las cosas era muy distinta a su forma de ser. Por ende, no existía. Tan peculiar y a la vez tan distinta se igualaba con lo mismo de siempre. Se preguntaba dónde estaban los poetas hasta el cansancio. Largas noches de insomnio pasaban, todos se daban cuenta que el poeta no lo sabía. Así reían los demás, mientras tanto alguien se moría sin una respuesta razonable. Las palabras escaseaban, las frases hechas abundaban, las oraciones no alcanzaban a Dios y las plegarias quedaban encerradas en la bóveda de la capilla, incapaces de elevarse a la bóveda celestial más allá del éter. Esas cosas de la vida lo llevaban todos los días a hacer lo mismo, como un ritual sin un entierro, en una caravana directo a la funeraria por la vía regia que da al infinito. El carnaval y las fiestas se habían vuelto mascaradas de ferias; los recitales en grandes estadios, se habían transformado en bailongos y pachangas de clubes de barrio. No solo por la falta de vento, sino por la falta de cultura. Nadie leía porque nadie escribía. Nadie decía nada porque nadie escuchaba. Y nadie era nada, por una convención momentánea, el poeta hacia la excepción para decirle al mundo algo importante. Ante el universo detenido y el sol paralizado, el curso de la tierra se interrumpió para que en el cosmos quedara perdida su buena estrella.