14 jul 2016

Himen o la súplica

Himen te imploro, ten piedad de mi y aceptes estos versos en tu divina gracia, sin odio.

Grácil y ligera, eras por tus bellas y lerdas putañías.
Iridiscente y pálida, por tus ojos de porcelana fría.
Maravillosa y misteriosa, por tu aroma invernal.
Encantadora y depravada, por tu mortífero sexo.

El poeta no dejaba de invocarla para presentificarla en lo real de su escencia.
El hombre no la llamaba, se limitaba a buscarla como un cazador al asecho.
El animal no la nombraba, solo podía maullar haciendo alarde de su fuerza.
El alma vagarosa se desprendía de todo bien material para preservar su recuerdo.
El filósofo pensaba en ella y su naturaleza divina. La metafísica no le alcanzaba.
El religioso oraba y rogaba a Dios y a todos los santos para que se apiadara de ella.
El ginecólogo no había visto algo tan perfecto, sano e higiénico como aquella vulva.
El abogado no tenía derecho para incriminarla. Solo defendía su causa ante la justicia.
El psiquiatrónico le recetaba los fármacos archivados bajo lista IV para drogarla.
El diseñador confeccionaba los atuendos más creativos y atrevidos de la moda europea.
El arquitecto le había construido un palacio y una fuente de cristal en un patio de prisión.
El millonario había dejado todo testado a su nombre para que al fenecer ella sea millonaria.
El orfebre judío le regalaba las alhajas más costosas hechas con sus diamantes más caros.
El artesano moldeaba vasijas y cántaros para que siempre pudiera juntar agua de lluvia.
El taxidermista embalsamaba los animales más exóticos en peligro de extinción para ella.
El compositor componía una sonata por día para despertarla de su sueño profundo y eterno.
El músico ejecutaba las piezas más bellas para inducirla al sueño y protegerla de las pesadillas.
El adivino le auguraba buenas nuevas y la pitonisa aseveraba y asentía dándole fe a sus noticias.
El actor la divertía representando obras que el dramaturgo dirigía exclusivamente para su alegría.
El maestro de danza la ejercitaba en los pasos más delicados y sublimes de los bailes de salón.
El tanguero le enseñaba a sentir el tango del barrio reo acompañado de su guitarra y su fuelle.
El mundo entero se abría ante sus pies y en todas partes se hablaba de ella, de Himen, la Diosa.