14 jul 2016

Himen o los arlequines

Himen, la vieja bailarina absurda de los circos del conurbano, ya en las alturas la equilibrista caminaba sobre la cuerda floja, sin arnés de prueba, ni red de contención que amortiguara su caída. Todo el público presente con la mirada enfocada en sus pies escuchaba el "ptrrr" de los redobles característicos de ese membranófono instrumento. Ella llegó a los 15 metros y trastabilló a propósito para aumentar la tensión de los espectadores que al unísono asombrados exclamaron un "ah" prolongado.  Los 20 restantes los cruzó corriendo grácil y liviana. La ovación fue con aplausos, gritos y chiflidos típicos de la escena circense y sus clisés. Todo esto pasó en el sueño del poeta que se había quedado dormido con el televisor encendido viendo un video del Cirque Du Soleil. Al despertar se sintió digno de quedarse tirado en su cama interpretando los elementos del sueño. Analizó aquella epifanía como un regalo de la diosa, se dio por bendecido al saborear esa probada que había recibido en sueños. No necesitaba contárselo a su psicoanalista. Himen, la domadora de leones, era su deseo más preciado. No sé por qué causa, razón, motivo o circunstancia se levantó y se acodó así como estaba en el alfeizar de la ventana. Vio pasar una flaca blonda con un caniche toy blanco algodón con un pom-pom en la cola por la calle y pensó si ese perro hubiera sido capaz de cruzar de un salto el aro de fuego; lo más probable hubiera sido que no, ya que ese perrito faldero era una criatura indefensa que se aprovechaba de la sobreprotección de su ama y gozaba de la defensa de la sociedad protectora de animales, por no ser de pedigree. El poeta que creía en los mitos evocó al cancerbero porque en sus estados de inconsciencia los perros de la calle lo seguían y se reían de él. En cierta ocasión llegó a su casa con un lebrel, otra con un rottweiler, otra con un labrador de aguas, pero nunca se los quedó ni pidió recompensa. Los devolvía a sus criadores sin criadero, razón por la cual nadie nunca jamás osó tratarlo de secuestrador de mascotas. Cuando el era un animal, la bestia lo respetaba porque era reducida a su condición de inferior, sino sucedía todo lo contrario. Estos juegos eran un claro síntoma de un duelo patológico. La muerte de Newton. Desde que perdió a su último perro anduvo por criaderos sin concretar una compra. Quería un gran danés arlequín, para nombrarlo Bruto, pero nadie quería hacerse cargo de tamaño perro en caso de que el dueño tuviera que ausentarse. El jardín de la casa de su madre era el lugar perfecto, así que decidió que para navidad se regalaría uno y juraría dejar la bebida con tal de que le dejen recoger la mierda de ese perro con sus propias manos. Así la paranoia cesaría y la amistad sería restablecida como versa el viejo adagio. Himen, la perro preñada, desaprobaba por completo este real capricho. Ella no quería un perro, sino dos, un macho y una hembra, que sean hermanos de una misma madre o al menos de un mismo padre. Perros de buena genética probarían que el incesto no es más que un tabú y que la monstruosidad supuesta de la reproducción endogámica, es puro cuento de vieja chismosa. El poeta lo sabía y respetaba su designio. Había que comprar una pareja de perros de raza del mismo stud pero de distinta camada. Del caso no se habló más. Así y solo así, Himen, celebraría en incestuoso himeneo, la formación de una pareja.