5 jul 2016

Himen o la normal

Himen, la divinidad en carne propia, había desaparecido de la faz de la tierra. No se dejaba ver, ni oír, ni oler, ni tocar. Por más que el poeta estimulara su sexto sentido ella no aparecía; ya estupefacto por donde solía manifestarse su imagen divina en cuerpo y alma, él embriagado la buscaba, en esa búsqueda de viajero incansable encontraba rasgos particulares por separado, excepcionalmente dentro de atoradas multitudes, en la mescolanza promiscua de razas por las crueles ciudades por donde la ebriedad lo llevara. Solo llegaba a sentir su presencia en hipnagógicas e hipnopómpicas visiones, que cualquier voyeur escopofílico experimenta a diario cuando se le abre el apetito de ver sin ser visto. El psicótico en su locura inducida por sustancias, la midriasis o el insomnio, la perseguía siempre con la idea fija de encontrarla en todos lados. Ella lo llevaba al borde del paroxismo de la inconsciencia mediante el exterminio de su consciencia y la supresión de sus sentidos. A la abstinencia o al sueño eterno.

Himen, la hybris del Olimpo o Ate en la tierra, no se apiadaba de nadie por el agrado de la humanidad; el sujeto no era digno de su amor excesivo en lo más mínimo, sino el simple objeto de tortura cual fetiche de un juego patológico y macabro para filosofistas que padecen de sobrevuelo. Mientras menos compasión sentía por el vil mortal, más se entretenía en sus malditos pasatiempos. El arrobado amanuense iba perdiendo día a día la esperanza, noche a noche la fe, así se le iban las ganas de vivir. Le daba ínfimos indicios para mantenerlo entre el tema y la trama, pasándole señas con sus ojos de piedra que lo miraban fijamente, cuando él esquivo, la tenía perdida en la nada. Una tarde de invierno contemplo el atardecer y observó un paisaje de bronce, todo sepia y oro hecho de un sol gastado como moneda de 5 centavos de peso que se depositaba en la alcancía de Dios. Las riquezas de Febo Apolo eran un tesoro que no valía nada.

Himen, la buscavidas afortunada, tenía a su nombre las opulencias. Sus gastos no eran excéntricos, nada de vestidos de seda, ningún bien terrenal que acopiar, jamás lo necesario, sino que eran para ser mecenas y comprar arte, arte, arte y más arte. Esculturas esculpidas en el más fino mármol cincelado a marfil por los virtuosos que ascendieron hasta sus pies. Arpas hechas por orfebres en lutherias de los cielos que abovedan los bosques australes, de las que sonaban angelicales melodías arpegiadas por los serafines hijos de Nerón.

Himen, la música de las esferas entre sus manos, gustaba de Beethoven, Liszt, Chopin, Debussy, Satie, pero más le gustaba tanguear misas calientes apiazzolladas, vestida de luto por las tanguerías de Buenos Aires, donde le sacaba viruta al piso, bailando tan maríamente en su lunfardaria existencia de nochetera enwhiskada amanecida en un feca, con gardelitos que amaban hablar con ella.

Himen, la enfermera del alma, reencarnaba en el cuerpo de la enfermera que enfermó cuando el doctor dijo: "me caso con mi caso". Era una psicoanalista surrealista laureada, ni freudiana, ni kleiniana, ni lacaniana, ella era lo que Era, en su nueva escuela no había pensadores, sino analistas alanizados. No interpretaba los sueños, los inducía. No hipnotizaba, ni sugestionaba, ni aconsejaba, ni mucho menos le permitía a su paciente que asocie libremente. Intervenía operando quirúrgicamente en el inconsciente sin anestesia. Había sido autorizada por Dios.

Himen o el amor de transferencia de las historias de incestuosos himeneos, trata sobre la transmisión del saber no sabido sobre los inanalizables inhalanizados, ya no a martillazos sino sacando clavos terapéuticos de los ataúdes de caoba enterrados en el cementerio club de las pasiones.