1 jul 2016

Himen o el beso de la mujer araña

El sabor del saber no es ni dulce ni amargo, el bitter de Angostura de mi gin tonic, lo sauer de esas cítricas confituras del artista lisérgico baudeleriano; acidez gástrica sin pastillones de milanta teñidas de los colores del tártaro, que no dejan sino una mezcla rara de combinados sabores infinitamente complejos para el paladar quemado, que a esta altura no distingue entre el whisky y la birra caliente sin gas; que desde ya no recuerda esa forma tan particular de gustar, que por cierto, dicho sea de paso, no se localiza en ninguna parte de la lengua si no sirve a un lenguaje de esta glosa macroglósica de semióticos que nos dejan boquiabiertos en muchas clases de lingüística. Las papilas que perciben los restos del papiloma humano, porque alguien se los ha lastrado de un lengüetazo de la boquita pintada que tiene la mujer araña, de belfos labios vaginales, una tejedora con delirium tremens que me llama como diciéndome: “Átropos te atrapó cual mosca en su extensa red”. Por el valor de la tela que se hace con su seda, me dije que la viuda negra no es sino una suprema personalidad con la sangre de otro Dios, mi heroína será llamada, Himen. Una parca con el nombre de un hombre que se cargó tu onomástica formación al hombro. Himen, la parca que vive en un telar contando  las horas que no dan las agujas, mientras el amor se escapa por el ojo por donde el hilo delgado debería pasar con un poco de baba. La mueca siempre rígida no es la mejor cara de la velocidad, pero cuando el mundo se lentifica y el ritmo baja a tiempo de vals, es mejor bailar al compás de la música de las esferas. Multiplicar se fue con dividir cuando la adición restaba sumas cuantiosas. En la boca lloran los pungas que tienen hambre de ser. La introyección no es otra cosa que incorporar imagos, mientras que el beso azul es una libación que devora el alma. La tristeza es el único estado que hace posible el cambio de carácter, esa escritura corporal a base de filosofía y letras, que modifica la conducta. La personalidad de las personas es invariable, no se puede decir que es dinámica, sino dialéctica. La quietud del alma ante catastróficas alteraciones se manifiesta siempre impávida. Es preciso vivir para poder sentir que la humanidad muere deseando eternizarse. La inmortalidad siempre ominosa, se nos viene a espiar por un ojo de buey que da a nuestro camarote, en nuestro velero que navega en altamar. Tu navío ya no tiene tripulación, ni velas, siquiera un timón. Capitanear hombres vestidos de marineritos, sin una pata de palo, un ojo de vidrio y un loro, es salir de regatas.