18 jul 2016

Himen o las escondidas

Himen, era puesta en tela de juicio porque por el arrabal amargo donde solía andar dando vida, ya nadie sabía nada de ella. El poeta la extrañaba tanto como a su propia vida, sentía que se diluía, se desmembraba, desaparecía como por arte de una ilusión óptica agravada por la ceguera que aqueja a los borgeanos. Ya no pintaba de colores su pincel, todo era gris topo, oscuro y frío. A las luces que se filtraban escurridizas por los intersticios de las ventanas, las persianas bajas hasta el tope le denegaban el acceso; la gran muralla ocultaba los haces de la mañana y las cortinas no permitían que penetrase en las habitaciones el aura luminiscente que antaño los alumbraba. Las sombras y las tinieblas lo habían cubierto todo. Se avecinaba una terrible y macabra soledad, negra y fiera, como la muerte. La pobre gente se quejaba de los aumentos de la luz y el gas, el agua y el pan. El precio de las cosas estaba por las nubes y los que antes viajaban en avión ahora viajarían en tren. La realidad era tan precaria como podía ser. Eran tiempos de austeridad, angustia y hambruna. Si se escuchaba algún tango por ahí cada 2x4, no era una remembranza feliz, sino melancólica, apenada y mendiga. Añorar tiempos mejores sumía más en lo profundo del barro los corazones de las almas atormentadas que transitaban lentamente por las calles, encerradas en cuerpos ateridos. Sentían dolor por el color perdido, y sumidos cada vez más en la tristeza se sumergían en una profunda depresión. No había más remedio, la tortura era inevitable. Los psicoanalistas ya no interpretaban sueños, a duras penas percibían las pesadillas de vuelos fugaces de enfermos que acariciaban el suicidio como única salida. Ya sin esperanzas, agotadas las fuerzas y lastimados los cuerpos, descendieron al abismo y en silencio se durmieron con los ojos abiertos a esperar que pase lo peor. Faltaba mucho para la llegada de la bella estación.