12 nov 2019

Bifecito de Kobe

Luis una noche me invitó a cenar con una tarjeta blindada de titanio, pero le dije que no. Al recibir tamaño presente rechazado, avivate frate mío el exilio no está en Europa. Daniel ordenó sus papeles y se puso como loco; murmuraba: “estos documentos son confidenciales”. Mientas un poeta pensaba: ¿Qué pido de entrada?. Dudar era no elegir, pero era obvio que cuando se trataba del buen comer para estos señores era todo un arte. Las recetas las tenía el cocinero y la carne tenía un sello; la res estaba marcada desde Japón con un código de barras. Estaba que no le pasaba un tallarín; ya venía comido. Sin hambre, lleno de lo natural, pero vació de lo carnal.  No podía romper la cadena alimentaria. No le entraba más, tampoco quería comer tanto, pero los gustos había que dárselos en vida. Era una oportunidad para compartir. Y si uno desprecia y no come para que sobre, era un elogio a la pobreza. Así, histérico como era previsible, era un pasaje directo al postre o al baño que hacia casi hipnotizado por el péndulo, pero ni postre ni baño. Agua, vino, y cubiertos. Era una comida para tres en tres tiempos. Un compás difícil de seguir. No tenía escapatoria. Se trataba de un corte, muy pero muy japonés,  que remitía a aquellos amores, se salaba con las heridas de aquel llanto de aquellos que no comían, eso decían los que de eso sabían como se bombeaba y que se hacía con el sodio. Sobre la seca se rebatía la cara.