22 nov 2018

Facultades Mentales Superiores


La educación universitaria en la provincia de Entre Ríos era un desastre, por eso el poeta surrealista del parnaso porteño se marchaba de Olivos con su castellano rio platense y su lunfardo, para ver por enésima vez una luz de almacén antes de navegar por las aguas turbias del Paraná, su corazón del litoral lo hacía más humilde, menos creído, más humano, menos sofisticado, más sencillo, menos acomplejado. En ese entonces leía “Padres e hijos” de Turgueniev, la Mesopotamia siempre lo inspiraba a leer literatura rusa. No le cerraban del todo el suprematismo y el constructivismo, corrientes de vanguardia “del cubismo y el futurismo al suprematismo”.
Quizás porque se sentía defraudado en su ancestral descendencia alemana que le tiraba por la rusificación pangermanista, esto según él le hacía más azul la sangre, que por cierto es más espesa que el vino. No le importaba si no era reconocido en las facultades; él ya era un profesional, un facultativo y con eso le bastaba para trabajar con los enfermos mentales, porque a su chapa le sacaba a diario tanto brillo que encandilaba a los que dudaban de su sapiencia, él no lo dudaba, hacía las cosas para complacer el deseo de su padre y de su madre. El hijo de puta era además de buena persona, un buen hijo, un buen hermano, un buen perro, un buen profesional.
Escuchaba una canción de un marinero de cabellos rubios, ojos de sal, al que habían dejado solo en alta mar por loco, desgraciado y pendenciero, entre sus sirenas de firmes colas que chocaban contra las rompientes de las olas que se formaban cuando él se despedía de ellas diciéndoles chau, me voy para siempre. Canturreaba: “De las entrañas de la bondad…un niño alado, el marinero y su sirena, los tres están, en alto cielo, en las estrellas, navegan juntos, navegaran”.
Algo le recordaba a ese poema en francés de Baudelaire que recitaba de memoria, “Les nuages”.        
Nunca dijo adiós, será porque a-dios gracias, y gracias hacen los monos.  Escribió en uno de sus recetarios membretados, un poema con un anagrama verticalizado:

Buscaba una aguja en un pajar.
Encontraba paja en un ajuar.
Reí como loco de los pajeros.
Teteaba con sus pechos.
Amamantaba con amor.

Pechos planos.
Atlética, fina.
Pechos firmes.
Alimenticios.
Nalgas firmes.
Hálito fresco.
Elástica.
Ideal.
Mía.

                Y era otro de sus juegos de palabras que ya no le causaban gracias, sino que era un pasatiempo que dejaba aflorar la materia prima de su inconsciente. Para los demás, perdía el tiempo, pero para él, lo encontraba. Pensaba que el tiempo se consume mientras tanto uno se desgasta leyendo libros en su tiempo libre.
                Sabía que iba a aprobar porque iría sin aires de grandeza, con la humildad de un grande. Razón por la cual se sentía seguro de sí mismo, porque no estaba fuera de sí.
No era suficiente caer sobrio, era necesario no ser soberbio.
Dicen que no hay que tirarle margaritas a los cerdos; pero como dicen allá en el rancho ñato: “la culpa no la tiene el chancho (que no sabe nada de aviones), sino el que le da de comer”.
                El cochino porquerizo tenía dos clases de puercos, el chancho de chiquero chico, y chancho de chiquero grande. Los chacinados y los chorizos de Entre Ríos, eran de primera calidad.
                En el acuario se preguntaba qué sería de él y no por las especies en cautiverio, sino por él; no sabía si era un pez gordo en pecera chica o un pez pequeño en el inmenso mar austral.
                Se decía, toda esa melaza que hacía erigiendo montañas de miel, sin un buen vino dulce, no tenía el sentimiento sensiblero que antes lo ponía romanticón y melancólico.
Era pura desesperación, un “reclamor”, un canto como el de las aves, el llamado perpetuo de la vida que tiende todo a hacerlo más complejo.
                Eran cuestiones que traía a cuento porque estaba aburrido de escribir insensateces para nadie, que nadie leía, que nadie iba a publicar, que nadie iba a dedicarle un prólogo o un epílogo.
                Era obvio que se había hecho solo y que no se debía a su público. Era una obra de arte su forma de concebir la vida. Ojalá tuviese repercusión algún día y el reconocimiento de algún grupo de literatos. De lo contrario tendría que cobrar un cheque y publicar ni bien tenga el filo en mano.
                Mientras que te entretenés hacés portmanteaus:
    
                               Deliterantes.
                               Anormalistas.
                               Dadá.
                               Alanistas.
                               Lombrosianos. 
                               Acuarelables.
                               Notantonta.
                               Dadá.
                               Imagogó.           
                               Artaudes.

                Una vez más se había encontrado preguntándose porque no se iba a la puta madre que lo re mil parió a pasar malicia y misiadura a otro lado, al viejo mundo, en vez de estar en una Argentina en ruinas, derruida, desbastada, devaluada, desencantada. Aunque todo sea una farsa, el participaba de esa sotié, en esa mascarada carnavalesca, en esas instituciones de salud mental, en los manicomios, en la puta calle. Pateaba Corrientes cagado de calor, esperando que alguien se le aproximase a pedirle un favor cuando se sentía capaz de salvar a alguien más que a su propio pellejo, y ese fue su más caro error, no se le acercaban cuando irradiaba luz, sino cuando más apagado estaba. Apagó el celular y se sintió aliviado. La pena siempre estaba ahí, porque al fin se lleva todo el olvido. Todo se hace parte de la memoria del olvido, o en el peor de los casos, el olvido de la memoria. Me río de mí y de mis sentimientos, señal de que he perdido el respeto por todo lo que tiene algún valor moral, hoy me encuentro perdido en palabras, y no puedo llegar a decir nada bueno. “A río revuelto ganancia de pescadores”, pobre el buscador de perlas que baja a fondo al fondo  y sube a pique a la superficie con las manos vacías después de haber abierto las conchas vacías. En el nacimiento de la Venus de Botticelli, vi algo más hermoso que ella, me identifiqué con los Dioses que soplan y arremolinan sus cabellos.
                Es penoso, cuando falta la inspiración, y triste lo que se escribe cuando uno sale mal de terapia, y angustiante lo que se transmite cuando alguien te traiciona y no te suben las endorfinas, para reaccionar, la inhibición no es lo que más bronca me da, sino el haber confiado en alguien.
                “El pez por la boca muere”.