19 ene 2015

Égloga bucólica

La tremolina de la ventisca primaveral.
La sepia otoñal del pluvioso vendaval.
La verdura que tiene su propio festival.

Los maizales detrás de las cortinas de la cocina.
Los campos, la siembra, las máquinas de arado.
Los días con mi hermana y mis hijas, el pueblo.

El boliche atendido por la alemana abstemia.
El vino, el pan, la manteca, una mesa para uno.
El milongón y las polkas que animan el bailongo.

El viaje a la aldea y sus calles de tierra hermano.
El momento que me regalaron mis amores entre luces.
El que me enseñó a vivir sin suministro eléctrico.

El agua.
El gas.
El oro.

Más de acá se ve mucho más allá.
Más que lo que se puede pensar.
Más solo son triadas en fa bemol.

Eso que llamamos la naturaleza, es Dios.
Eso que mi abuelo le decía a mi padre.
Eso que es tradicionalismo, der folkgeist.

Lo que escucho, es menos de lo que percibo.
Lo que escribo de a poquito a poco, es algo.
Lo que ejecuto sin leer en un pentagrama.

Este que no se come ni con tenedor ni cuchillo.
Este que mama canta por ser un tema bonito.
Este que se baila así mientras te dibujo el ocho.

Cambio de modalidad. Las variaciones son infinitas.
Cambio de compás y la armadura de clave se altera.
Cambio como los granos de maíz pisingallo inflado.

Ella me lo canturreó, más o menos desafinando.
Ella me batió las 40 de frente. Tiempo al tiempo.
Ella bailó cuando toqué hasta llagarme el dedo.

Toda mi alegría.
Toda mi gente.
Toda mi poesía.

Pero no puedo.
Pero no puede.
Pero no podemos.

Porque no.
Porque no queremos.
Porque no nos queremos.