17 ene 2013

Fábula de Hisopo

La música en la Mesopotamia del litoral argentino, era cautivante cuando recreaba el romanticismo patético de Schubert después de la tormenta entre los ríos que inspiraban a un ciego que escuchaba en los sonidos de la naturaleza interpretada por la fauna autóctona, aquellas sinfonías inconclusas croadas a coro por los batracios de su zanja encantados por la batuta del Maese Cururú; todos los coristas eran dirigidos por ese director orquestal correntino, un sapo de otro pozo, bien alimentado por las moscas de los esteros estéreos del Iberá. Mientras los vocalistas anuros solfeaban arias responsoriales, sincopados. Al ser humano le complacía sobremanera el solo del grillo violinista en su desgracia, enguarecido en el recóndito recoveco donde ejecutaba la figura de la primavera, que a los genios con oído absoluto le daban la sensación de que las cuerdas estaban desafinadas; parecía haber perdido el compás por su "tempo rubatto". El tipo que le daba en la tecla, pensaba hipótesis "ad ovo", o sea, de huevo: "Lindo loro el papagayo del candidato de Miss. Parrott, con su cacatúa y su pajarraco exótico enjaulado traído de pichón desde las cataratas del Iguazú, al delta paranaense inferior, revoloteando por ahí cual bicho enfermo" De pasmo, se desconcentró y se dió a la bebida para amigarse con los insectos alucinantes de su delirium tremens.
Le sonó la chicharra y ahí ensordeció. Se callaron todos, y así fue como la naturaleza se quedó en silencio, la redonda se ovaló y el mudo empezó a hablar, para que el ciego le lea los labios y el sordo no se sienta Beethoven.