26 sept 2018

Los metejones de Mauricia


Ella hizo de su casa, la casa de todos, la “casa de tal” no era precisamente el palacio de los Anchorena.
Ella hizo un bulín con una catrera donde la estadía y el pernocte eran gratuitos, había un cartel en la puerta que decía: “La casa invita”, esa era la política para que los socios del club se quedaran cómodos y despreocupados en sus aposentos. Las facilidades de pago hacían de este rantifuso cabaret arrabalero, tan de Buenos Aires, y a la vez, tan de ella, era lo que atraía a innumerables cantidades de almas desesperadas por una caricia. Nunca nadie notaba que lo que se transmitía ahí no eran enfermedades de contagio venéreo, sino psicopatológicas, caldo de cultivo de demonios del averno hervidos a temperaturas que ni la más poderosa de las bacterias podría resistir. La asepsis hospitalaria para con el huésped hospedado era un lujo, sin embargo el caos fulminante y el desorden organizado, hacían de la casa, literalmente un quilombo. Y allá nadie se hacía el gurú, ni él mandamás.
Ella trataba a todos por igual, razón por la cual ellos mantenían la ilusión de ser considerados únicos e inigualables, cuando en verdad eran figurines repetibles, poco importantes, intrascendentes en el amor, maniquíes descorazonados, se sentían Dioses ínfimos que padecían el éxtasis del esclavo, inconscientes, eran sin saberlo la presa sexual de Mauricia.
Ella, la madama, la cocot, la más puta de todas las putas diablas, dueña y señora de la noche de San Fernando, descartaba sus amoríos y los desechaba como se tiran los forros usados.
Algunos de ellos le generaban problemas porque padecían de delirio celotípico, trastornos obsesivos-compulsivos, otros trastornos por dependencia y finalmente entre la interminable lista de personajes caracteropáticos del teatro de la crueldad, los por ella más y mejor amados, los psicóticos. Por eso era tan poco infame esa casa, donde en cuartitos chiquititos todos los vecinos del vecindario espiaban desde sus ventanitas del amor, mirando detrás de las cortinas de tul, los desnudos artísticos de la vida cotidiana y los actos amatorios más carnales y bestiales, como así las más delicadas y sutiles palpaciones.
Mauricia era una mujer culta, idiosincrática y tenía cintura política y contaba con guiones dramáticos que nunca agotaban la poesía romántica de su obra maestra.
                Cuentan de los que de ella saben sus secretos de alcoba que a veces andaba desnuda, Diosa y atorranta, inspirando a los poetas surrealistas y a los enfermos psiquiátricos escapados del manicomio, pero atrapados entre sus piernas y atados con las sábanas perfumadas por su piel, a los pies de la cama. Esa casa, tenía tanto misterio, que una habitación estaba embrujada y era solo para hacer conjuros, hechizos, encatamientos, y gualichos con aire de macumba. Era tan escasa de lujos, pero tan acorde a las circunstancias de las vidas que albergaba, que al caer rendidas a sus pies, con el alma rota apreciaban la belleza infinita de las simples cosas.
Ella les decía: “No partas ahora, soñando el regreso. Que el amor es simple, y a las cosas simples, se las lleva el viento”.
                Tales eran las aventuras de la abeja reina, que tenía una panal repleto de zánganos encerrados en las celdas de la colmena sin poder escapar ni probar la miel.
                Desde una ventana se veía el mundo, y por la otra el inframundo.
                Como Atlas quien entrara a la casa tendría que vivir en dos mundos, porque su amor era platónico y absurdo, loco y desequilibrado, una pasión anormal y extremosa. Ella exigía rendición total y desarme; los que iban a hacerse los pistolas se quedaban sin balas al llegar a la puerta, por eso ella aprendió a esperar con un tramontina en el bolsillo y un gato negro a su lado.
                Ella la que de niña, era pura, fue elegida por este Dios prostibulario condenándola a toda una vida de penas y alegrías efímeras y pasajeras…
                Nadie se atrevía a decirle al oído lo que ella quería escuchar porque no era sorda, y esa música que tenía que perforar todos sus orificios era apenas perceptible, la sentía por su tacto divino, con todos sus sentidos agudizados oía un silencio de redonda, dos silencios de blanca y cuatro de negras. Ella tenía un metrónomo y un termómetro, no precisamente para tomar el tiempo y la temperatura, sino un tester de violencia; porque ella era la pitonisa de un barrio, donde se tiraban con piedras de cuarzo y rodocrosita, donde se tiran piedras blancas y brillantes.
                Se dice que en las noches de lluvia los escuerzos y los brujos se transforman en príncipes y magos, para entrar y poder desvestirse mientras ella sueña que sueña que sueñan con ella por los presagios y maleficios que hace desde su santuario, que ella trasforma en un cuartel infernal.
                Una tarde primaveral aporteñada, salió de casa, cansada de esperar que la araña case una mosca para encontrar en el cementerio de la Chacarita a su amor allí.
Nunca supe si ese encuentro se dio, ni como fue, ni que pasó; pero un adivino divino me lo hizo saber y el código me lo hizo entender.
                Eran tiempos felices para Mauricia, encontró a su alma gemela, y este casalito tuvo la bendición de un Anticristo, sin celebrar boda alguna, el eximio vate, alianzó a un judío y a una mahometana con estas palabras:

El vino se hizo uva, racimo, y parra.
 El pan se hizo miga, harina, y trigo.
El paralítico se fugó al arrastra.
El ciego se quitó los ojos de vidrio,
y al fin pudo oír por sus cavidades.
La puta diabla fue virgen por una noche.
El asesino fue santo por un día.

Al fin del sueño todo caería por su propia gravedad en la triste y precaria realidad y los invadiría un tiempo de miseria espantosa, vida de barrio plateado por la luna de broncas y entreveros, sería toda su fortuna. Había descapitalizado el rosco, y había sido advertidos por el eximio vate, que el rosco no cambia a las personas, sino que las hace hacer lo que siempre quisieron hacer mientras duren duros. Esa máxima era roca sólida y la piedra angular de toda su sabiduría. El rosco había sido un efecto que acrecentó su amor cuando se acabó. Es cierto, la chusma saldría a decir que se endeudaron por el triple de lo que podían pagar. Así se sumían cada día más en un pozo depresivo que no pasaría a mayores mientras sean el uno para el otro, tal para cual, un roto para un descocido. Serían dos sin tres, pobres pero felices al fin.