19 may 2016

Alevoso libelo

Noctívagas criaturas que se escuchan como el aluvión de un gemido en la voz profunda de quien dice ser alguien que tiene algo importante que decirle al inframundo, desde las sombras en las que se oculta algo parecido a un cuerpo extraño entumecido por la cal, una figura rígida con un rostro de piedra impávido, de arena; la cosa que huele a peligro de calles desiertas, de brea quemada; a desnudez de prostíbulo barato, de culo sucio; a colchón de guata hediondo, de cárcel. Cuando el silencio y la penumbra se reconstruyen en el ser abyecto que inspira ruido, de aspiradora, de alfombra cenicienta, pensando en un hombre habitado por el diablo, de tu corazón infartado, gritándole a la bestia desde el sueño del ángel que duerme, de cansado; esos seres humanos que dejan ver su forma absurda entre tanta histeria masculina y tanta obsesión femenina, de sexo. Esas líneas que ya no escriben los poetas dadaistas, de hartos compositores, de esos, versos que cualquiera caga a chorros en un hilo, de pentagrama. Las palabras que hablan, de una lengua, sin un lenguaje inconsciente, esas creaciones increíbles, de las psicosis que propalan la verdad verdadera, de los símbolos. Aparecen partes despedazadas, desde los lejanos extremos, de un cuerpo desmembrado y las falanges tumultuosas, de gentes indigentes, esas personas puras inscritas en personerías jurídicas sin leyes que puedan regir el canon, de la justicia. Duele más la nariz, de quien quiso hacerse la rinoplastia a cuesta, de juicios, una cirugía plástica reconstructiva para oler mejor o para recuperar el olfato para la mala poesía surrealista en un castellano rioplatense, de culto. Entonces vemos hasta el punto que llega la cualidad, de la bonhomía humana y la crueldad, de lo naïve. ¡Tranquilo animal pensante! Un pedazo de carne no es más que una hilacha, de garrón en la hiancia intersticial, de tus espacios vacíos entre muelas extirpadas por tu padre, pedazo, de hueco cóncavo que hace eco, de tu ecoico dolor orofacial alucinante. Esas voces, esos ruidos, esos atronadores rugidos, se asemejan a tus sonidos concretos, de ultratumba, como pedo, de vieja que pide permiso para salir entre cachetudos mofletes, de nalgas magras. Todo es subjetivo dicen los relativistas constructivos que no tienen un objeto definido como para hacer ciencia, de verdad. Ya no hay registro, de tu cuerpo, pero si te dotan, de un espíritu que se va, te descuidan y te entregan a la muerte, de la materialidad en un mundo materialista sin ser histórico entre los historicistas. La eternidad te amenaza y todavía no editaste tus 200 poemas en prosa, ni tu cuento fantástico, solo algunas fábulas, de hisopo, tragicómicas leyendas y heroicos mitos, de tu vida. El otoño, de tu alma porteña corresponde al otoño, de la tierra hecha, de oro y bronce. Tus años tienen tiempo, la existencia terrenal, de los alterados por la astormanía y sus cuatro estaciones. Entonces, ya no cumplas años para que el tiempo te regale espacio, decías que los años son como los sueños, porque solo se tienen en cuenta cuando se cumplen. ¡Que psicoanálisis berreta! De cuarta, si te han visto tirado en un zanjón tomando agua, de los charcos, picando bosta para armarte uno de esos en una servilleta de cafetín. No vengas ahora a decir: sangre azul, cerebro de mono, vientre blanco, de ballena al oleo, alma, de diamante. Ya no más, lo negro empieza a cubrirlo todo. Tu luz habrá perdido otra batalla, pero no la guerra. Te llevaste un botín de guerra sin tapones que colgaste, de los cables, de la calle. Allá en el barrio, cerca, de un potrero donde las calles son canchas, y el sol se tira a sus anchas, y nadie tiene vergüenza de sonreír sin dientes, de acrílico, de vestir con ropas harapientas, de pobres gentes, que hablan, de todo como si nada por el vino barato, de lo que se es habitar en un mundo taita y a los gritos decir sin empacho a los cuatro vientos: ¡Qué país de mierda el gran pueblo argentino! ¡Salud!.