22 ago 2015

Lumpem

Pasaba las tardes de un invierno benigno, en el campo los domingos, y entre los libros de la buena memoria entre semana. En la ciudad andaba hecho un psico-bolche, quedaba rusificado de tanto leer a Marx y preparaba sus clases para la cátedra de sociología, que se había ganado horadamente en varios colegios, con un apasionamiento magistral; ya sea arrobado a la luz de Heliogábalo o en la pobreza de la noche bajo una lumbre incapaz de arrojarle alguna luz a la cuestión de cómo enseñar la doctrina marxista sin estudiar la historia de Lenin y su concurrencia a esa cervecería de Zurich; Stalin, el terror rojo, y Trotsky, el terror blanco; la cuestión agraria de Karl Kautsky aplicada a la distribución de las tierras en la Argentina y los programas sociales para determinar cuál es su relación con el pangermanismo soviético comunista, o con el absolutismo alemán o el austriaco. El lumpemproletario carece de todo, sufre sobre todo de la falta de medios de existencia y de medios de disfrute. Para el lumpem no supone un particular sufrimiento la no disposición de medios de producción; el dominio de la producción le está cerrado, y a menudo no tiene el menor deseo de ser admitido en él. Pero si él no quiere trabajar, quiere, en cambio, vivir y esto no es posible más que si los poseedores del capital reparten con él sus medios de consumo. Así, aun cuando el lumpem se eleve hasta ciertas aspiraciones sociales, su ideal será un comunismo de consumo más bien que de producción, un comunismo de reparto y no un comunismo societario. El asalariado moderno es un proletario en tanto que no está en posesión de medios de producción, por muy satisfactoria que pueda ser su situación de consumidor, sea cual sea lo que él posea como tal, aun cuando tuviese joyas, muebles, una pequeña casa para habitar. Además, la mejora de su situación de consumidor, lejos de incapacitarlo para la lucha de clase del proletariado, lo pone a menudo en disposición de comprometerse más seriamente con ella. Esta lucha no resulta de su miseria, sino del antagonismo que existe entre él y el propietario de los medios de producción. Es venciendo este antagonismo como se podría restablecer la paz social y no venciendo a la miseria, admitiendo que esto último sea posible pensaba que no había otra salsa que la criolla; lo tenía que hacer a su modo, retomar la ideología alemana y la literatura rusa. “Los endemoniados” de Dostoievsky era su punto ciego. Simpatizaba con ese viejo depravado porque se había hecho diseñar sus escritorios para escribir de parado, a causa de sus hemorroides o la costumbre de rezar en estado de reposo, como todo librepensador ateísta perseguido durante años, explicaba sin censura lo que él leía y con el resumía todas estas ideas para sus alumnos. Su cama era de un solo cuerpo, pero en su habitación había un par. Un ropero, una ventana, bajo una mesa de luz y un velador que no funcionaba. Así de precaria era su realidad. Sencillamente, había cambiado algunas formas del espacio concreto. Un círculo seguía siendo un redondel, un triángulo una figura geométrica de tres lados, un cuadrado de cuatro, al igual que el rectángulo; ella reconocía patrones simples. Era lógico, él no era precisamente un pitagórico, se jactaba de ser hombre de letras, pero en el fondo de su alma era más bien un ser social, un alcoholista poco sociable, no obstante, un individuo asociado a algunos grupos desorganizados, familias disgregadas, personas solitarias y de vida austera. Él, que no era mundano, sino vicioso, vanidoso y excesivamente orgulloso, todavía no comprendía como la gente podía vivir sus vidas con tan poco o nada, hablando de Dios como si fuera una amenaza de muerte, con temor al cambio abrupto y desequilibrante, piadosos del otro miembro del partido político o grupo religioso. Honestamente y a mucha honra, no los entendía, ni se interesaba por aquellos movimientos existencialistas, personalistas y moralistas.