Ella hizo de su casa, la casa de
todos, la “casa de tal” no era precisamente el palacio de los Anchorena.
Ella hizo un bulín con una
catrera donde la estadía y el pernocte eran gratuitos, había un cartel en la
puerta que decía: “La casa invita”, esa era la política para que los socios del
club se quedaran cómodos y despreocupados en sus aposentos. Las facilidades de
pago hacían de este rantifuso cabaret arrabalero, tan de Buenos Aires, y a la
vez, tan de ella, era lo que atraía a innumerables cantidades de almas
desesperadas por una caricia. Nunca nadie notaba que lo que se transmitía ahí
no eran enfermedades de contagio venéreo, sino psicopatológicas, caldo de
cultivo de demonios del averno hervidos a temperaturas que ni la más poderosa
de las bacterias podría resistir. La asepsis hospitalaria para con el huésped
hospedado era un lujo, sin embargo el caos fulminante y el desorden organizado,
hacían de la casa, literalmente un quilombo. Y allá nadie se hacía el gurú, ni
él mandamás.
Ella trataba a todos por igual,
razón por la cual ellos mantenían la ilusión de ser considerados únicos e
inigualables, cuando en verdad eran figurines repetibles, poco importantes, intrascendentes
en el amor, maniquíes descorazonados, se sentían Dioses ínfimos que padecían el
éxtasis del esclavo, inconscientes, eran sin saberlo la presa sexual de
Mauricia.
Ella, la madama, la cocot, la más
puta de todas las putas diablas, dueña y señora de la noche de San Fernando,
descartaba sus amoríos y los desechaba como se tiran los forros usados.
Algunos de ellos le generaban problemas porque padecían de
delirio celotípico, trastornos obsesivos-compulsivos, otros trastornos por
dependencia y finalmente entre la interminable lista de personajes
caracteropáticos del teatro de la crueldad, los por ella más y mejor amados,
los psicóticos. Por eso era tan poco infame esa casa, donde en cuartitos
chiquititos todos los vecinos del vecindario espiaban desde sus ventanitas del
amor, mirando detrás de las cortinas de tul, los desnudos artísticos de la vida
cotidiana y los actos amatorios más carnales y bestiales, como así las más
delicadas y sutiles palpaciones.
Mauricia era una mujer culta, idiosincrática
y tenía cintura política y contaba con guiones dramáticos que nunca agotaban la
poesía romántica de su obra maestra.
Cuentan
de los que de ella saben sus secretos de alcoba que a veces andaba desnuda,
Diosa y atorranta, inspirando a los poetas surrealistas y a los enfermos
psiquiátricos escapados del manicomio, pero atrapados entre sus piernas y
atados con las sábanas perfumadas por su piel, a los pies de la cama. Esa casa,
tenía tanto misterio, que una habitación estaba embrujada y era solo para hacer
conjuros, hechizos, encatamientos, y gualichos con aire de macumba. Era tan
escasa de lujos, pero tan acorde a las circunstancias de las vidas que
albergaba, que al caer rendidas a sus pies, con el alma rota apreciaban la
belleza infinita de las simples cosas.
Ella les decía: “No partas ahora,
soñando el regreso. Que el amor es simple, y a las cosas simples, se las lleva
el viento”.
Tales
eran las aventuras de la abeja reina, que tenía una panal repleto de zánganos
encerrados en las celdas de la colmena sin poder escapar ni probar la miel.
Desde
una ventana se veía el mundo, y por la otra el inframundo.
Como
Atlas quien entrara a la casa tendría que vivir en dos mundos, porque su amor era
platónico y absurdo, loco y desequilibrado, una pasión anormal y extremosa.
Ella exigía rendición total y desarme; los que iban a hacerse los pistolas se
quedaban sin balas al llegar a la puerta, por eso ella aprendió a esperar con
un tramontina en el bolsillo y un gato negro a su lado.
Ella la
que de niña, era pura, fue elegida por este Dios prostibulario condenándola a
toda una vida de penas y alegrías efímeras y pasajeras…
Nadie
se atrevía a decirle al oído lo que ella quería escuchar porque no era sorda, y
esa música que tenía que perforar todos sus orificios era apenas perceptible,
la sentía por su tacto divino, con todos sus sentidos agudizados oía un
silencio de redonda, dos silencios de blanca y cuatro de negras. Ella tenía un
metrónomo y un termómetro, no precisamente para tomar el tiempo y la
temperatura, sino un tester de violencia; porque ella era la pitonisa de un
barrio, donde se tiraban con piedras de cuarzo y rodocrosita, donde se tiran
piedras blancas y brillantes.
Se dice
que en las noches de lluvia los escuerzos y los brujos se transforman en
príncipes y magos, para entrar y poder desvestirse mientras ella sueña que
sueña que sueñan con ella por los presagios y maleficios que hace desde su
santuario, que ella trasforma en un cuartel infernal.
Una tarde
primaveral aporteñada, salió de casa, cansada de esperar que la araña case una
mosca para encontrar en el cementerio de la Chacarita a su amor allí.
Nunca supe si ese encuentro se dio,
ni como fue, ni que pasó; pero un adivino divino me lo hizo saber y el código
me lo hizo entender.
Eran
tiempos felices para Mauricia, encontró a su alma gemela, y este casalito tuvo la bendición de un Anticristo, sin
celebrar boda alguna, el eximio vate, alianzó a un judío y a una mahometana con
estas palabras:
El vino se hizo uva,
racimo, y parra.
El pan se hizo miga, harina, y trigo.
El paralítico se fugó
al arrastra.
El ciego se quitó los
ojos de vidrio,
y al fin pudo oír por
sus cavidades.
La puta diabla fue
virgen por una noche.
El asesino fue santo
por un día.
Al fin del sueño todo caería por
su propia gravedad en la triste y precaria realidad y los invadiría un tiempo
de miseria espantosa, vida de barrio plateado por la luna de broncas y
entreveros, sería toda su fortuna. Había descapitalizado el rosco, y había sido
advertidos por el eximio vate, que el rosco no cambia a las personas, sino que
las hace hacer lo que siempre quisieron hacer mientras duren duros. Esa máxima
era roca sólida y la piedra angular de toda su sabiduría. El rosco había sido
un efecto que acrecentó su amor cuando se acabó. Es cierto, la chusma saldría a
decir que se endeudaron por el triple de lo que podían pagar. Así se sumían
cada día más en un pozo depresivo que no pasaría a mayores mientras sean el uno
para el otro, tal para cual, un roto para un descocido. Serían dos sin tres, pobres
pero felices al fin.