Noctívagas criaturas que se escuchan como el aluvión de un
gemido en la voz profunda de quien dice ser alguien que tiene algo importante
que decirle al inframundo, desde las sombras en las que se oculta algo
parecido a un cuerpo extraño entumecido por la cal, una figura rígida con un
rostro de piedra impávido, de arena; la cosa que huele a peligro de calles
desiertas, de brea quemada; a desnudez de prostíbulo barato, de culo sucio; a
colchón de guata hediondo, de cárcel. Cuando el silencio y la penumbra se
reconstruyen en el ser abyecto que inspira ruido, de aspiradora, de alfombra
cenicienta, pensando en un hombre habitado por el diablo, de tu corazón
infartado, gritándole a la bestia desde el sueño del ángel que duerme, de
cansado; esos seres humanos que dejan ver su forma absurda entre tanta histeria
masculina y tanta obsesión femenina, de sexo. Esas líneas que ya no escriben
los poetas dadaistas, de hartos compositores, de esos, versos que cualquiera
caga a chorros en un hilo, de pentagrama. Las palabras que hablan, de una
lengua, sin un lenguaje inconsciente, esas creaciones increíbles, de las psicosis
que propalan la verdad verdadera, de los símbolos. Aparecen partes
despedazadas, desde los lejanos extremos, de un cuerpo desmembrado y las falanges
tumultuosas, de gentes indigentes, esas personas puras inscritas en personerías
jurídicas sin leyes que puedan regir el canon, de la justicia. Duele más la
nariz, de quien quiso hacerse la rinoplastia a cuesta, de juicios, una cirugía
plástica reconstructiva para oler mejor o para recuperar el olfato para la mala
poesía surrealista en un castellano rioplatense, de culto. Entonces vemos hasta
el punto que llega la cualidad, de la bonhomía humana y la crueldad, de lo
naïve. ¡Tranquilo animal pensante! Un pedazo de carne no es más que una hilacha,
de garrón en la hiancia intersticial, de tus espacios vacíos entre muelas
extirpadas por tu padre, pedazo, de hueco cóncavo que hace eco, de tu ecoico
dolor orofacial alucinante. Esas voces, esos ruidos, esos atronadores rugidos,
se asemejan a tus sonidos concretos, de ultratumba, como pedo, de vieja que pide permiso
para salir entre cachetudos mofletes, de nalgas magras. Todo es subjetivo dicen
los relativistas constructivos que no tienen un objeto definido como para hacer
ciencia, de verdad. Ya no hay registro, de tu cuerpo, pero si te dotan, de un espíritu
que se va, te descuidan y te entregan a la muerte, de la materialidad en un mundo
materialista sin ser histórico entre los historicistas. La eternidad te amenaza
y todavía no editaste tus 200 poemas en prosa, ni tu cuento fantástico, solo
algunas fábulas, de hisopo, tragicómicas leyendas y heroicos mitos, de tu vida.
El otoño, de tu alma porteña corresponde al otoño, de la tierra hecha, de oro y
bronce. Tus años tienen tiempo, la existencia terrenal, de los alterados por la
astormanía y sus cuatro estaciones. Entonces, ya no cumplas años para que el
tiempo te regale espacio, decías que los años son como los sueños, porque solo
se tienen en cuenta cuando se cumplen. ¡Que psicoanálisis berreta! De cuarta, si
te han visto tirado en un zanjón tomando agua, de los charcos, picando bosta para
armarte uno de esos en una servilleta de cafetín. No vengas ahora a decir: sangre azul, cerebro de mono, vientre blanco, de ballena al oleo, alma, de diamante. Ya no más, lo
negro empieza a cubrirlo todo. Tu luz habrá perdido otra batalla, pero no la
guerra. Te llevaste un botín de guerra sin tapones que colgaste, de los cables, de la calle. Allá en el barrio, cerca, de un potrero donde las calles son
canchas, y el sol se tira a sus anchas, y nadie tiene vergüenza de sonreír sin
dientes, de acrílico, de vestir con ropas harapientas, de pobres gentes, que hablan, de todo como si
nada por el vino barato, de lo que se es habitar en un mundo taita y a los gritos decir sin
empacho a los cuatro vientos: ¡Qué país de mierda el gran pueblo argentino! ¡Salud!.