Pasaba las tardes de un invierno benigno, en el campo los
domingos, y entre los libros de la buena memoria entre semana. En la ciudad andaba
hecho un psico-bolche, quedaba rusificado
de tanto leer a Marx y preparaba sus clases para la cátedra de sociología, que
se había ganado horadamente en varios colegios, con un apasionamiento
magistral; ya sea arrobado a la luz de Heliogábalo o en la pobreza de la noche bajo
una lumbre incapaz de arrojarle alguna luz a la cuestión de cómo enseñar la
doctrina marxista sin estudiar la historia de Lenin y su concurrencia a esa cervecería
de Zurich; Stalin, el terror rojo, y Trotsky, el terror blanco; la cuestión
agraria de Karl Kautsky aplicada a la distribución de las tierras en la
Argentina y los programas sociales para determinar cuál es su relación con el
pangermanismo soviético comunista, o con el absolutismo alemán o el austriaco. El
lumpemproletario carece de todo, sufre
sobre todo de la falta de medios de existencia y de medios de disfrute. Para el
lumpem no supone un particular
sufrimiento la no disposición de medios de producción; el dominio de la
producción le está cerrado, y a menudo no tiene el menor deseo de ser admitido
en él. Pero si él no quiere trabajar, quiere, en cambio, vivir y esto no es
posible más que si los poseedores del capital reparten con él sus medios de
consumo. Así, aun cuando el lumpem se
eleve hasta ciertas aspiraciones sociales, su ideal será un comunismo de
consumo más bien que de producción, un comunismo de reparto y no un comunismo
societario. El asalariado moderno es un proletario en tanto que no está en
posesión de medios de producción, por muy satisfactoria que pueda ser su situación
de consumidor, sea cual sea lo que él posea como tal, aun cuando tuviese joyas,
muebles, una pequeña casa para habitar. Además, la mejora de su situación de
consumidor, lejos de incapacitarlo para la lucha de clase del proletariado, lo pone
a menudo en disposición de comprometerse más seriamente con ella. Esta lucha no
resulta de su miseria, sino del antagonismo que existe entre él y el
propietario de los medios de producción. Es venciendo este antagonismo como se
podría restablecer la paz social y no venciendo a la miseria, admitiendo que
esto último sea posible pensaba que no había otra salsa que la criolla; lo tenía
que hacer a su modo, retomar la ideología alemana y la literatura rusa. “Los
endemoniados” de Dostoievsky era su punto ciego. Simpatizaba con ese viejo depravado
porque se había hecho diseñar sus escritorios para escribir de parado, a causa
de sus hemorroides o la costumbre de rezar en estado de reposo, como todo
librepensador ateísta perseguido durante años, explicaba sin censura lo que él leía
y con el resumía todas estas ideas para sus alumnos. Su cama era de un solo
cuerpo, pero en su habitación había un par. Un ropero, una ventana, bajo una
mesa de luz y un velador que no funcionaba. Así de precaria era su realidad.
Sencillamente, había cambiado algunas formas del espacio concreto. Un círculo
seguía siendo un redondel, un triángulo una figura geométrica de tres lados, un
cuadrado de cuatro, al igual que el rectángulo; ella reconocía patrones simples.
Era lógico, él no era precisamente un pitagórico, se jactaba de ser hombre de
letras, pero en el fondo de su alma era más bien un ser social, un alcoholista poco
sociable, no obstante, un individuo asociado a algunos grupos desorganizados,
familias disgregadas, personas solitarias y de vida austera. Él, que no era
mundano, sino vicioso, vanidoso y excesivamente orgulloso, todavía no comprendía
como la gente podía vivir sus vidas con tan poco o nada, hablando de Dios como
si fuera una amenaza de muerte, con temor al cambio abrupto y desequilibrante,
piadosos del otro miembro del partido político o grupo religioso. Honestamente
y a mucha honra, no los entendía, ni se interesaba por aquellos movimientos
existencialistas, personalistas y moralistas.