Camino a casa, un mediodía gris tratornasolado; con un cigarro marrón dibujando siluetas
femeninas con humo azul, y chasqueando la lengua violeta contra la
bóveda del rojo paladar whiskeado;
me la crucé en la esquina de un kindergarten aún verde, cerca de Barrio Norte,
a la vuelta de la Dama cortada de Bollini. Ella atravesó la calle con una
mirada esquiva, casi paranoica, y se vieron distanciados por unos escasos 25
metros. No eran tan incrédulos como para frotarse los ojos celestes y
pellizcarse mutuamente; ya se conocían lo suficientemente bien como para
evitarse el placer de gusto. La imaginación no era idolatrarse inconscientemente;
era más bien una facultad cruel que no perdonaba jamás a nadie capaz de tenerla
de su lado, ni en contra suyo. Él nunca pensó encontrar realmente lo que ayer buscaba
en sueños diurnos, alucinaciones y consultas entre serias penas con su alma. Antes,
de chiquilín, la representaba en caricaturas porno dibujadas por él; después recordaba
cuánto la quería, reclamándole los derechos de autor y propiedad intelectual de
aquellos neologismos, tales como: “minujienta/o;
poutique, vincia, ictícius, ícticus,”. Ella era graciosa como Barinka, grandiosa
como Pinky, genial como ella sola. Istar, Ismene, Israfel, Inti…Era de
todas las deidades entre las múltiples personalidades de Dios, la que se presentificaba en lo real ante mis ojos,
como una pintura de amarillos culos al óleo. Tuve que ir a tocar esa
figura blanca; aspirar esa fragancia miel de Gucci, saludar a esa amargada
mujer dulce que tanto me gustaba ver pintar cuadros rectangulares, trazando obtusos
rectos, en horizontales óvulos redondos apaisados, forma curvilínea sigmoidalineana. Desnuda, cortaba
espejos mientras leía Baudelaire, tomando vino y fumando porro. (Casas, cosas, y
cosos así, se veían todos los días por las noches en Belgrano). Recordé las
máximas aforísticas del poeta parnasiano que postulaba propalando pregones,
cual dadaísta fanático: “La poutique es
ese lugar natural, adonde solo muy ricas pibas van, bicicleteándola o a pié”.
Frases así lo habían llevado a dormir con ella y despertarse dentro de los
agujeros más cerrados de las cavidades corporales del ser humano. Él era un
psiconeurótico enamorado de su propio delirio, y ella sabía perfectamente bien
lo que era la erotomanía morbosa que los surrealistas padecen cuando sienten una
atracción obsesiva inevitable por el sexo opuesto. A ambos les parecía una
sorpresa agradable, eso de mirarse a las caras y reconocerse (sin ser etólogos)
como congéneres de una misma especie, de distinta raza, grupo sanguíneo y
franja etaria. Sintieron que se podían emocionar sin vampirizarse, ni
momificarse; sin ser pseudo-lobos. Entonces la alegría inervó sus rostros sin
rastros de odio. Ella y él, habían sido alguna vez una infeliz pareja, que durante
un año compartieron absolutamente todo; y 5 años después todo había cambiado,
aunque ninguno de ellos era tan distinto al Otro; “porque nunca nada es igual, ni todo lo mismo; porque nada será lo que
era, mientras sea lo que es”. Más allá del tiempo y el espacio de aquellos besos
que ya no vuelven; no les costaba hablar, ni mirarse, ni tocarse, ni reír. Lo imposible
era volver a ser ellos sin tener que juntarse, es decir, planificar un proyecto de
vida futuro, como el que alguna vez habían pensado en el pasado. Nada que ver
con esas escapadas al sur, lejos de todo y de todos. ¿Quién no querría saber algo
del arte de vivir la vida con/cómo/dónde/cuándo…la poutique? ¡Artistas degenerados! (los dos, uno sonoro y el otro coloro).
Paciencia, lingüistería y a lavarse con sales minerales, esponjas naturales y demás
productos para usar en baños de inmersión. Las historias del niño murciélago y
Alice Liddle, eran otra vez la tapa de los diarios en Newtophia. Lamentablemente, las puertas del manicomio
estaban abiertas para el ángel de las alas rotas, pero al enfermo le faltaba el
diálogo con el psiquiatra el próximo lunes a la mañana. Era horrible, pero la
internación era predecible, evidente e inevitable. Pasar una temporada en el
infierno, no era lo mismo que tomarse unas plácidas vacaciones en la clínica de
reposo para el cerebro de la mente. A la gente le parecía que era lo mejor para
todos. Algo había que hacer con el pobre loco; dejarlo de querer y quitarle el
aprecio sustrayéndole el afecto, era tan difícil como despuntar el vicio sustituyendo
esto por aquello. Siempre hacía lo mismo, recordar. Justamente hoy, tenía que
sintonizar FM. Punk, putearse con el dvornik
que le baldeó la vereda que le escupió el pantalón de vestir con su baldosa
floja. Se preguntaba: ¿Soy como Federico o como Iván? ¡Soy como Alfonso!; un
locutor religioso. “El sapo no es rana, ni rata”. A mi madre le decía: “Si sos
mono, no sos zorro. El pescado fue pez. Y si sos bicho, sos bicho porque te
pica y morís por matar”. Ceci n’est pas une poésie, c’est une poutique aimme”.
Él era un Ser Supremo en maldad. Ella era una mujer hermosa, pero ya entrada en
años como para perder el tiempo con un pendejo revoltoso, maleducado y
sado-masoquista. El tiempo había pasado para esa bella mujer, porque la niña
era madre de gemelos y el niño era un hombre que tenía una madre que valía por
dos hermanas. Este era el sentimiento sensiblero que no podía pasar por alto; las
imagos que no dejaba de ver delante de sus ojos, que contemplaban memorias
plagadas de recuerdos, cuando se cruzaban todos en los caminos sin sentido
poético. Andando por ahí desorientados, vagando perdidos, hallándose extraviados.
Así se encontraron.