El sabor del saber no es ni dulce ni amargo, el bitter de Angostura
de mi gin tonic, lo sauer de esas cítricas confituras del artista lisérgico
baudeleriano; acidez gástrica sin pastillones de milanta teñidas de los colores
del tártaro, que no dejan sino una mezcla rara de combinados sabores
infinitamente complejos para el paladar quemado, que a esta altura no distingue
entre el whisky y la birra caliente sin gas; que desde ya no recuerda esa forma
tan particular de gustar, que por cierto, dicho sea de paso, no se localiza en
ninguna parte de la lengua si no sirve a un lenguaje de esta glosa macroglósica
de semióticos que nos dejan boquiabiertos en muchas clases de
lingüística. Las papilas que perciben los restos del papiloma humano, porque
alguien se los ha lastrado de un lengüetazo de la boquita pintada que tiene la
mujer araña, de belfos labios vaginales, una tejedora con delirium tremens que
me llama como diciéndome: “Átropos te atrapó cual mosca en su extensa red”. Por
el valor de la tela que se hace con su seda, me dije que la viuda negra no es
sino una suprema personalidad con la sangre de otro Dios, mi heroína será
llamada, Himen. Una parca con el nombre de un hombre que se cargó tu onomástica
formación al hombro. Himen, la parca que vive en un telar contando las horas que no dan las agujas, mientras el
amor se escapa por el ojo por donde el hilo delgado debería pasar con un poco
de baba. La mueca siempre rígida no es la mejor cara de la velocidad, pero
cuando el mundo se lentifica y el ritmo baja a tiempo de vals, es mejor bailar
al compás de la música de las esferas. Multiplicar se fue con dividir cuando la
adición restaba sumas cuantiosas. En la boca lloran los pungas que tienen
hambre de ser. La introyección no es otra cosa que incorporar imagos, mientras
que el beso azul es una libación que devora el alma. La tristeza es el único
estado que hace posible el cambio de carácter, esa escritura corporal a base de
filosofía y letras, que modifica la conducta. La personalidad de las personas
es invariable, no se puede decir que es dinámica, sino dialéctica. La quietud
del alma ante catastróficas alteraciones se manifiesta siempre impávida. Es
preciso vivir para poder sentir que la humanidad muere deseando eternizarse. La
inmortalidad siempre ominosa, se nos viene a espiar por un ojo de buey que da a
nuestro camarote, en nuestro velero que navega en altamar. Tu navío ya no tiene
tripulación, ni velas, siquiera un timón. Capitanear hombres vestidos de
marineritos, sin una pata de palo, un ojo de vidrio y un loro, es salir de
regatas.