Desde el
balcón, salía a mirar con la vista enferma solo lo que quería ver, lo grave del
caso era que sin anteojos veía mejor que con ellos puestos.
Dejó de
usarlos cuando se dio cuenta que con los ojos cerrados se ve mejor. Siempre lo
supo, por eso dejó de estudiar oftalmología y se dedicó a las tuberculosis cutáneas,
a impugnar pericias psiquiátricas, a hacer informes psicodiagnósticos para los
cucarachones de tribunales, dejó de lado la Ética aristotélica y la protestante
para posicionarse desde la ética del psicoanálisis para actuar, pensar y sentir
según su deseo.
Le regalaron
una mirilla para la puerta ¿¡Para qué!? Si nadie venía a visitarlo, para
maltratarse los nervios, desgastar el soma por la pulsión escópica, ser un
voyeur, no poder dormir tranquilo, pensando que en el pasillo estaba
asechándolo la sombra de su aliado, el primer fantasma con el que hablar para
poder salir.
Lo que vio
desde arriba fueron barcos desarmado, veleros a la deriva que partían del puerto de Olivos y hacían el rol en San Isidro,
ningún barco pirata, nunca una lancha, siempre la nave de los locos.
Estalló en mil
formas, y supo que ella ya no estaría jamás en la zona de su alma, todo se voló
con mil vientos que soplaron desde el Río de la Plata.
El boulevard Camacuá, era
pintoresco, invitaba con sus bancos de hormigón a sentarse a tocar la
guitarra por unas monedas o por nada. Era una materia pendiente para este
verano, quizás sus planes se truncaran pero no tumbaban su neurosis obsesiva,
seguía firme como rulo de estatua, la estructura era inmutable.
Y al ir pudo
entender que estaba dando todo un río para pasar directo al edén con su dentellada
herida, por su inspiración, o sea, su primer refugio ante la lluvia de
noviembre, el viento y los ruidos que no paran de llamar en altamar.
Sus ojos
brillaban, se secaban, nunca se humedecían, pensaba que no tenía lagrimales.
Dibujó un cocodrilo y salió de
caza a matar un yacaré, lo mató, lo embalsamó y le puso dos farolitos de bolita
en los ojos. Quedó boquiabierto, fue así como incorporó el tótem, tenía el
poder de la mordida más poderosa de los ríos que dan al mar. Siempre que podía
veía Cocodrilo Dandy, y le gustaba ir a Cocodrilo, atrás del Hospital infanto-juvenil
Ricardo Gutiérrez. Dejó de ver y hacer Cocoladas británicas, conoció a Cocó
Muro, pero eso no le cambió la vida, ni la forma de escribir.