La educación universitaria en la
provincia de Entre Ríos era un desastre, por eso el poeta surrealista del
parnaso porteño se marchaba de Olivos con su castellano rio platense y su
lunfardo, para ver por enésima vez una luz de almacén antes de navegar por las
aguas turbias del Paraná, su corazón del litoral lo hacía más humilde, menos
creído, más humano, menos sofisticado, más sencillo, menos acomplejado. En ese
entonces leía “Padres e hijos” de Turgueniev, la Mesopotamia siempre lo
inspiraba a leer literatura rusa. No le cerraban del todo el suprematismo y el
constructivismo, corrientes de vanguardia “del cubismo y el futurismo al
suprematismo”.
Quizás porque se sentía
defraudado en su ancestral descendencia alemana que le tiraba por la
rusificación pangermanista, esto según él le hacía más azul la sangre, que por
cierto es más espesa que el vino. No le importaba si no era reconocido en las
facultades; él ya era un profesional, un facultativo y con eso le bastaba para
trabajar con los enfermos mentales, porque a su chapa le sacaba a diario tanto
brillo que encandilaba a los que dudaban de su sapiencia, él no lo dudaba,
hacía las cosas para complacer el deseo de su padre y de su madre. El hijo de
puta era además de buena persona, un buen hijo, un buen hermano, un buen perro, un buen profesional.
Escuchaba una canción de un
marinero de cabellos rubios, ojos de sal, al que habían dejado solo en alta mar
por loco, desgraciado y pendenciero, entre sus sirenas de firmes colas que
chocaban contra las rompientes de las olas que se formaban cuando él se
despedía de ellas diciéndoles chau, me voy para siempre. Canturreaba: “De las
entrañas de la bondad…un niño alado, el marinero y su sirena, los tres están,
en alto cielo, en las estrellas, navegan juntos, navegaran”.
Algo le recordaba a ese poema en
francés de Baudelaire que recitaba de memoria, “Les nuages”.
Nunca dijo adiós, será porque a-dios
gracias, y gracias hacen los monos. Escribió
en uno de sus recetarios membretados, un poema con un anagrama verticalizado:
Buscaba una
aguja en un pajar.
Encontraba
paja en un ajuar.
Reí como loco
de los pajeros.
Teteaba con
sus pechos.
Amamantaba con
amor.
Pechos planos.
Atlética, fina.
Pechos firmes.
Alimenticios.
Nalgas firmes.
Hálito fresco.
Elástica.
Ideal.
Mía.
Y era
otro de sus juegos de palabras que ya no le causaban gracias, sino que era un
pasatiempo que dejaba aflorar la materia prima de su inconsciente. Para los
demás, perdía el tiempo, pero para él, lo encontraba. Pensaba que el tiempo se
consume mientras tanto uno se desgasta leyendo libros en su tiempo libre.
Sabía
que iba a aprobar porque iría sin aires de grandeza, con la humildad de un
grande. Razón por la cual se sentía seguro de sí mismo, porque no estaba fuera
de sí.
No era suficiente caer sobrio,
era necesario no ser soberbio.
Dicen que no hay que tirarle
margaritas a los cerdos; pero como dicen allá en el rancho ñato: “la culpa no
la tiene el chancho (que no sabe nada de aviones), sino el que le da de comer”.
El cochino
porquerizo tenía dos clases de puercos, el chancho de chiquero chico, y chancho
de chiquero grande. Los chacinados y los chorizos de Entre Ríos, eran de
primera calidad.
En el
acuario se preguntaba qué sería de él y no por las especies en cautiverio, sino
por él; no sabía si era un pez gordo en pecera chica o un pez pequeño en el
inmenso mar austral.
Se
decía, toda esa melaza que hacía erigiendo montañas de miel, sin un buen vino
dulce, no tenía el sentimiento sensiblero que antes lo ponía romanticón y melancólico.
Era pura desesperación, un “reclamor”, un canto como el de las aves,
el llamado perpetuo de la vida que tiende todo a hacerlo más complejo.
Eran
cuestiones que traía a cuento porque estaba aburrido de escribir insensateces
para nadie, que nadie leía, que nadie iba a publicar, que nadie iba a dedicarle
un prólogo o un epílogo.
Era
obvio que se había hecho solo y que no se debía a su público. Era una obra de
arte su forma de concebir la vida. Ojalá tuviese repercusión algún día y el
reconocimiento de algún grupo de literatos. De lo contrario tendría que cobrar
un cheque y publicar ni bien tenga el filo en mano.
Mientras
que te entretenés hacés portmanteaus:
Deliterantes.
Anormalistas.
Dadá.
Alanistas.
Lombrosianos.
Acuarelables.
Notantonta.
Dadá.
Imagogó.
Artaudes.
Una vez
más se había encontrado preguntándose porque no se iba a la puta madre que lo re
mil parió a pasar malicia y misiadura a otro lado, al viejo mundo, en vez de
estar en una Argentina en ruinas, derruida, desbastada, devaluada,
desencantada. Aunque todo sea una farsa, el participaba de esa sotié, en esa mascarada carnavalesca, en
esas instituciones de salud mental, en los manicomios, en la puta calle.
Pateaba Corrientes cagado de calor, esperando que alguien se le aproximase a
pedirle un favor cuando se sentía capaz de salvar a alguien más que a su propio
pellejo, y ese fue su más caro error, no se le acercaban cuando irradiaba luz,
sino cuando más apagado estaba. Apagó el celular y se sintió aliviado. La pena
siempre estaba ahí, porque al fin se lleva todo el olvido. Todo se hace parte
de la memoria del olvido, o en el peor de los casos, el olvido de la memoria.
Me río de mí y de mis sentimientos, señal de que he perdido el respeto por todo
lo que tiene algún valor moral, hoy me encuentro perdido en palabras, y no
puedo llegar a decir nada bueno. “A río revuelto ganancia de pescadores”, pobre
el buscador de perlas que baja a fondo al fondo
y sube a pique a la superficie con las manos vacías después de haber
abierto las conchas vacías. En el nacimiento de la Venus de Botticelli, vi algo
más hermoso que ella, me identifiqué con los Dioses que soplan y arremolinan
sus cabellos.
Es
penoso, cuando falta la inspiración, y triste lo que se escribe cuando uno sale
mal de terapia, y angustiante lo que se transmite cuando alguien te traiciona y
no te suben las endorfinas, para reaccionar, la inhibición no es lo que más
bronca me da, sino el haber confiado en alguien.
“El pez
por la boca muere”.