El poeta sintió que la poesía se
desvanecía que la musa huía del hombre y solo quedaba su fantasma. Entonces, se
dijo: “no está”, no es lo que tenía que decir, pero lo escribió y lo firmó. Se
supo acrecentado y entonces empezó a levantar vuelvo con un ala rota y sin el
envión que podría propulsarlo al aire. Corrió hacia el vacío y se tiró para
planear desde lo alto del risco más pequeño. Voló hasta caer, aterrizó a duras
penas y le costó levantarse. Ya no tenía piernas para sostener su peso muerto,
el tronco yacía tumbado y su cabeza se desprendió del cuello porque no
soportaba tanto dolor de esa vieja mascarilla. Así fue que lo llamaron “títere
sin cabeza” y su leyenda quedó sepultada en la memoria del olvido y en los
corazones de algún que otro amor mal logrado, hecho de los añicos de espejos interiores
del alma. Nunca nadie lloró la pérdida, se retó a duelo contra sí mismo y le
ganó la muerte. Se pudrió su cuerpo putrefacto que alimentó con morbosidad, así
los gusanos, las larvas, las bacterias y los parásitos se encargaron de
carcomerlo. Ya nunca volvería a sentir por
los sentidos aquellas sensaciones sensualistas sensacionales. Solo con la
imaginación podría sobrevivir a semejante porrazo, a ese golpe en seco que se
dio amnesia.
Había anhelado tanto ser parte de
un sueño eterno que Dios soñó despierto. Su fabulosa fábula fue una fantasía y
nada más que este escrito que dejó tirado por ahí, da fe y cuenta de su simple
y pobre vida materias. Hoy solo es un espíritu que acompaña a sus seres bien amados
de algún destello de divinidad, casi santo, obrando de manera misteriosa.